EL CENTRO DE LA CRUZ por Paule Salomon



¿Y si el resplandor espiritual descansa en lo más recóndito del sexo y del vientre de la mujer? ¿Y si le corresponde a ella hacerlo surgir de las mutilaciones y las culpas? La sacerdotisa reconocida deja entonces paso a un nuevo sacerdote, no el de la castración y el hábito, sino un hombre de una inmensa dulzura aliada con su fuerza, capaz de acoger a una mujer y dejar que ella lo acoja para compartir el infinito del amor. El trayecto del amor romántico al amor consciente abre el camino a una nueva espiritualidad.

LAS MUJERES GUARDIANAS
En la gran empresa de laminado de la era patriarcal, la mujer no sólo ha sido despojada de todo valor y sometida al yugo, a la ley de lo masculino; también ha perdido su valor como iniciada o, al menos, lo ha sumergido en las aguas del inconsciente. Como Blancanieves o la Belladurmiente, es la princesa dormida, protegida de un destino más funesto merced a ese mismo sueño. Duerme y vela a un tiempo, como la semilla enterrada en el suelo durante las heladas del invierno, y aguarda la primavera de su alma. La mujer se resguarda y deposita en lo más hondo de su corazón el mensaje del amor, y nadie sabe quién vendrá a liberarla. Es la historia del Grial y de los caballeros que buscan la copa de la feminidad, el vaso sagrado.
Sin embargo, los caballeros de la Mesa redonda desaparecieron en el horizonte. No volverán, pues no compete a los hombres salvar el alma enferma del mundo, enferma por falta de amor. Las mujeres empiezan a saber que el caballero, el príncipe esperado, surgirá en ellas, y que la espera ha de sufrir una conversión: de exterior a de pasar a ser interior.
Se escucha una música muy lejana, aún quejumbrosa, doliente y disonante. La de las mujeres que se alzan y se despiertan en un ballet incierto. Estas mujeres, ¡qué incompletas y mutiladas están! ¡Cómo se buscan, se autodestruyen y se destruyen entre ellas, ignorantes de su belleza y hermandad! Sin embargo, las manos se levantan, se unen, esbozan la forma de una copa, hacen nacer un sol. Ese sol palidece y parece que va a desaparecer, pero de nuevo brilla por encima de las cabezas. Los cantos se hacen más melódicos, más poderosos. Una ola cae como lluvia fecundante sobre la sedienta humanidad. El canto del ser se extiende e irriga todas las almas. La esperanza de este mundo está en manos de las mujeres.


¿QUÉ PUEDEN HACER LAS MUJERES?
Volver a aprender a amarse entre ellas y a sí mismas. Las que destacan socialmente tienden más a la compañía de los hombres que a la de las mujeres. Se sienten secretamente halagadas por la aceptación de quienes detentan el poder, se identifican más fácilmente con ellos que con las mujeres, a las que acusan de ser mezquinas, envidiosas y poco interesantes.
Y sin embargo la herida cultural colectiva ha de curarse para propiciar reencuentros con la realeza interior de la mujer. Desde un punto de vista energético, la mujer es, gracias a su cuerpo, una urna de vida. Puede albergar una nueva vida y alumbrarla. Su sexo está en el interior de su cuerpo. A cada instante, le habla como una cálida presencia, la invita a una celebración íntima. Cuando acepta esta estimulación erótica tan especial, la mujer se sume perpetuamente en un estado de vigilia. Si no las ha dañado la educación, la niña y la joven presentan esa capacidad de atención y viveza interior que les permite relativizar las enseñanzas racionales del lenguaje y los discursos mentales. En su esencia, la mujer tiene acceso directo al éxtasis, al presente del instante, a la receptividad creadora de la gracia.

LA HISTORIA DE UNA HERIDA
En diversas culturas, las prácticas de mutilación del sexo femenino obedecen al deseo masculino de eliminar esa capacidad iniciática que hace de la mujer un ser esencialmente libre, inalienable. Más sutilmente, las teologías occidentales han privado a la mujer de lo mejor de sí misma condenando con un mismo gesto la sexualidad, la carne y a la mujer, culpables de existir. La caída de la humanidad está vinculada al pecado primordial de morder la manzana. Y Adán nunca lo habría hecho de no ser por la tentación de la pecadora Eva. A menudo la historia sólo ha recordado esta culpa. Pero el otro rostro es el del poder desmesurado. Decir que la caída es responsabilidad de Eva equivale a decir, implícitamente, que ella también detenta el poder de la grandeza.
Durante millares de años las sacerdotisas de la Diosa Madre han cumplido la función positiva de vínculo entre el cielo y la tierra; organizaban ceremonias de fertilidad en los templos. Hombres y mujeres se encontraban sexualmente bajo los auspicios de un ritual que confería a su enlace todo su sentido. De este modo, mediante la irrupción de una conciencia más vasta, una conciencia fuera del tiempo, se propiciaba la manifestación de una línea tierra-cielo, sexo-mente. Bajo ciertas condiciones, el orgasmo sexual puede convertirse en éxtasis, localizado no sólo en el sexo sino también a nivel cerebral, y la experiencia permite salir del tiempo, como si el presente se dilatara indefinidamente. Siempre hay un momento en el que el tiempo nos atrapa, pero esa incursión más o menos breve en la eternidad otorga al ser una fuerza interior en la que se asienta. Es así como avanzamos desde el punto de entrada al de salida.
La mujer privada de sacerdocio, sometida al hombre, culpabilizada, ya no tiene la posibilidad de hacer cantar ese vínculo para sí misma y para el hombre. A partir de ahora, se le ha pedido que se contente con ser una mujer estrictamente fiel a un solo hombre, que traiga hijos al mundo y los críe. Redimirá su falta siendo una buena esposa y una buena madre. La mujer de sexo melodioso sólo excepcionalmente sobrevivirá en el marco del matrimonio y a veces se refugiará en la prostituta como una caricatura de sí misma.
No obstante, desde hace cincuenta años nuestra época favorece la reaparición de la dimensión de sacerdotisa en la mujer. Las posibilidades de la contracepción le han concedido el dominio de su fecundidad. A partir de este momento, la sexualidad ha podido salir de su estricta función reproductora para volver a ser un factor del despertar de la energía y la conciencia individual. Pero todavía estamos en los primeros balbuceos en el ámbito colectivo, aun cuando algunos seres excepcionales ya han desbrozado el terreno de la nueva conjunción sexo-corazón-mente.

EL NACIMIENTO DEL AMOR
Cuanto más crezca esta conciencia, más recobrarán las mujeres el orgullo iniciático, que no tiene nada de egótico. Desde la época de las diosas-madre, las circunstancias han cambiado. El patriarcado puede aparecer como una dura reacción de defensa masculina frente a ese poder femenino de dar la vida y enseñar el amor. En un sentido, es un rodeo; en otro sentido, ha permitido la aparición del padre, del corazón y del amor individualizado. Las mujeres han enseñado a sus hijos a querer a sus padres y a los padres a querer a sus hijos. En las leyendas antiguas, el dios Kronos se comía a sus hijos, y en nuestros anales no nos faltan historias de madres que han de proteger a sus hijos del padre. Los casos de incesto también están ahí para demostrarlo. En una gran paradoja, también nos hemos visto obligados a comprobar que el patriarcado guerrero y destructor ha permitido la eclosión de una flor civilizada que denominamos "amor". Los dos extremos cohabitan.
Hemos visto que la fuerza iniciática de la mujer está sepultada, lo que quiere decir que no ha desaparecido, que está siempre ahí, aguardando su hora. Podría decirse que durante milenios ha sido humillada, y que este sometimiento ha permitido un ascenso sin precedentes en la historia humana: la apertura del corazón. Quizá es la misma intuición que inspiró al poeta René Char cuando escribió lapidariamente: "Inclínate sólo para amar".
Las mujeres se han inclinado, y las semillas de amor de que eran depositarias han conocido un baño de humildad. Bellas, cautivas, trémulas y fascinantes, las mujeres inspiran a los poetas y trovadores, hombres marcados por el contacto con su propia feminidad y que se convierten en servidores del amor. Nace una dimensión espiritual al margen de todos los dogmas, una vibración, un misterio del alma. Ardor del deseo y ardor del corazón, deseo del amor y amor del deseo, Eros se despliega entre el sexo y el corazón liberando a la mujer de las servidumbres conyugales, legitimando la infidelidad en nombre de la cultura del amor. Ágape se despliega y, con la ayuda de la religión, trata de separarse de Eros, demasiado posesivo y apasionado. Se pide al poeta que ame no ya a una mujer real sino a una figura ideal como la Virgen María. El resplandor de la bondad se sustituye por las crepitaciones de la belleza carnal.
Nuestro mundo hereda la escisión entre el sexo y el corazón, entre el sexo y la mente. En cambio, corazón y mente se llevan bien, sobre todo al principio: corazón piadoso y mente creyente. Al vínculo entre el sexo y el corazón le ha costado mucho mantener la unión. Un hombre y una mujer pueden desearse y no amarse, pueden amarse y no desearse, compartir ideales comunes sin amarse ni desearse, etc. Pocos seres sienten que la sexualidad es sagrada. Con frecuencia el deseo se considera como un pariente pobre. Se aprecia el sentimiento amoroso, pero a menudo es efímero, rápidamente atrapado en el miedo a perderse en el otro.
El amor está por doquier y sin embargo se da raramente. Nuestro mundo, que da vueltas sin cesar a la hoguera del beneficio y la avidez, también busca cómo vivir Eros, Ágape y lo divino, cómo realizar la conjunción sexo-corazón-mente. La mujer que al fin despierta persigue mucho más que los hombres este camino del amor que ya no necesita de dioses o creencias. Por ello se ve a tantas mujeres en los seminarios de crecimiento personal. Se buscan a sí mismas, tratan de convertirse en lo que son y encarnar a las portadoras de luz allí donde viven. No hay receta que rebelar, pues caminan hacia el misterio.
Espiritualmente, la mujer siembra al hombre después de haberlo labrado con sus exigencias, que le resultan incomprensibles, hasta el punto de que a veces ella decide abandonarlo. Algunos hombres sólo se vuelven razonables tras una ruptura. Todos nuestros encuentros intensamente amistosos, apasionadamente amorosos, nos transportan a nosotros mismos. Y a menudo son las madres las que moldean el alma de sus hijos y depositan en ella una levadura que a veces tardará toda una vida en dar sus frutos.

LO FEMENINO EN EL HOMBRE
En otro tiempo parece que en el ejército se decía que para hacer un buen soldado había que matar a la mujer que había en cada hombre. Lo que venía a decir que, para poder destruir, debía abandonar el contacto con su sensibilidad, su humanidad. Por el contrario, en los remotos tiempos de los templos y los rituales de la Diosa-Madre, algunos hombres que querían entrar a su servicio y convertirse en sacerdotes, se castraban voluntariamente y a continuación entraban en la primera casa que encontraban, cuyos habitantes tenían que proporcionarles ropa de mujer. También podemos preguntarnos por el hábito del sacerdote católico. ¿Representa esa feminidad que se supone que ha adquirido al renunciar voluntariamente a todas las mujeres del mundo y comprometerse a un casto celibato?
El sacerdote es aquel capaz de establecer un vínculo, para él y para otros, entre la tierra y el cielo, un ser esencialmente consagrado a lo divino e inspirado por él. La castración del hijo-amante es hoy simbólica, al menos en el plano físico, pues si bien conserva su sexo renuncia a utilizarlo. Lo que implica que ha abandonado la función dominante en beneficio de la receptividad. El sacerdote se entrega a lo femenino de la existencia, a la solidaridad, la caridad, la compasión, el amor... Es una verdadera conversión, una mutación que no tiene lugar sin violentar la naturaleza cuando los votos se adoptan a los veinte años.
Porque, para la mayoría de los hombres, el acceso al anima, a la figura de la mujer interior, pasa por destacados rostros de mujer, de la madre a la hermana, la amante, esposa, hija, etc. La belleza interior se construye a partir de ese vaivén del exterior al interior. Algunas personalidades masculinas reprimen esa feminidad debido a las circunstancias de su educación, pero aun los más acorazados se dejan atrapar por su sensibilidad alrededor de los sesenta años, y a veces antes. Cuando se frena la integración de los aspectos femeninos, la mayoría de los hombres se concentran en el poder, tienen poco acceso a una mujer en el terreno afectivo y permanecen inmaduros y dependientes, con una mezcla de miedo y fascinación respecto a lo femenino.
El donjuán es un hombre que tiene poco contacto con su anima y que compensa esa carencia con la cantidad externa. El hombre poderoso puede rodearse de mujeres con las que trata de nutrirse y realizarse en vano, lo que a veces engendra una cínica insatisfacción.
¿Qué le ocurre a un hombre cuando lo femenino empieza a germinar en él? Se hace consciente, evoluciona, pero a menudo, al principio, sufre un exceso de sensibilidad, un superávit de amor. Para sufrir menos, intenta comprender, investiga, y su búsqueda lo lleva a un camino en el que, poco a poco, todo cobra sentido. Puede convertirse en Tristán, el hombre de una sola mujer, a veces todavía dependiente, antes de ser el hombre consciente, el hombre de la unidad, que puede comprometerse de otro modo en el viaje del amor.

LA ESTRELLA DE SEIS PUNTAS
¿Qué significa el encuentro de dos triángulos en la estrella de Salomón? El triángulo superior representa la necesidad de ascenso del ser y el triángulo inferior su arraigo. La conjunción de estos dos triángulos da lugar a la estrella de seis puntas que también simboliza una realización armoniosa del ser reconciliado con las dos direcciones fundamentales de lo masculino y lo femenino. Querer ascender no excluye tener los dos pies en la tierra: potencia y conciencia necesitan unirse, desposarse, alimentarse mutuamente. Pero da la impresión de que hasta el día de hoy las religiones y las diversas formas de sabiduría no han encontrado las proposiciones colectivas que integren ambas dimensiones.
Lo masculino ha privilegiado el triángulo superior. Las tres religiones monoteístas invitan al ser espiritual a desencarnarse, a experimentar un despojamiento, una salida del cuerpo. El mensaje colectivo, erigido en creencia, es el siguiente: cuanto menos os ocupéis de los bienes materiales y los placeres de la carne, más os acercaréis a vuestra naturaleza divina, eclipsada por la gravedad de la materia y la concupiscencia. Purificar la mirada también es desapegarse del mundo. La vida terrenal tal vez sea dolorosa, pero el más allá lo justifica todo.
El triángulo inferior dirige la conciencia a la encarnación. Ya no se trata de salir sino de entrar. Cada gesto de la vida diaria se convierte en la ocasión de ejercer el discernimiento, la virtud de una presencia. Ninguna forma de vida es mejor que otra, todo depende de la presencia que se dé tanto en la alegría como en la aflicción. El dinero, la sexualidad, la sensualidad, el placer de vivir ya no son tabúes, sino la ocasión de ejercer una sabiduría del término medio, de dominar una fuerza sin dejar que nos confunda. Nuestra época intenta encontrar un camino que conjugue las dos direcciones, masculina y femenina, de la espiritualidad: la desencarnación y la encarnación. Para que surja la estrella.

EL CENTRO DE LA CRUZ
¿Qué significa el encuentro de la vertical y la horizontal en el centro de la cruz? Para un occidental la cruz evoca, en principio, la crucifixión. Como si la conjunción de la horizontal y la vertical no pudiera hacerse sin un terrible sufrimiento. Afrontamos esto en nuestra vida cotidiana. ¿Cuánto tiempo dedico a la horizontal y cuánto a la vertical? Una vida profana consiste casi por completo en gestos para la supervivencia o para la afirmación de uno mismo, cursos de bricolaje, las tareas domésticas, la actividad profesional, la gestión del presupuesto, la supervisión de una obra... Una vida consagrada hará de las prácticas meditativas o piadosas el centro de su antención. ¿Existe un tercer estadio, una vida consciente que trate en cada momento de unir lo vertical y lo horizontal? Parece que nuestra época busca este encuentro y, dentro de ese estado espiritual, a muchos la pareja les parece un camino de realización, un vínculo entre lo sagrado y lo profano. Lograr vivir armoniosamente una intimidad prolongada con otro constituye una especie de prueba iniciática. En algunos casos, la meditación inherente a la vida cotidiana contrarresta la pereza a la hora de practicar, pero la moral del esfuerzo y la disciplina no basta para alentar la evolución. ¿Cuál es el centro, qué es ese corazón situado en la encrucijada de dos direcciones sino la aproximación cada vez más sutil de uno mismo y del otro? Amar.
En una perspectiva histórica, el amor es como un regalo de la crucifixión y el sufrimiento, de la dolorosa sumisión de las mujeres, del endurecimiento de los hombres tras su caparazón guerrero. Hoy el amor nos invita a la flor de la realización. Hay un tiempo para la escisión. Hay un tiempo para la unión. Hombres y mujeres se individualizan, afirman sus diferencias, exploran una identidad más andrógina, alteran su comportamiento, conquistan un espacio de libertad y, paradójicamente, se conceden oportunidades para encontrarse en la fusión, como nunca antes.
¿Y si se pudiera alcanzar el centro de la cruz mediante este encuentro cada vez más completo de dos cuerpos, de dos almas, de dos espíritus que avanzan uno hacia el otro en un despojamiento progresivamente acentuado, en una sutileza siempre presente? ¿Y si el asombro de lo divino no nos aguarda a la entrada ni a la salida, sino en el término medio, allí donde nuestras religiones no han ido a buscarlo hasta el día de hoy? En la incandescencia de la carne, la desnudez del alma, la ascensión del ser.
Una mujer consciente puede prender la llama de ese proyecto vital y proponérselo a su compañero hasta el momento en que éste también se convierta en portador del fuego.

Paule Salomon

El centro de la cruz, capítulo del libro La Pareja Interior. 
Arte: Catrin Welz-Stein

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